martes, 28 de febrero de 2012

Me senté de nuevo y juré que no me levantaría en todo el trayecto, hasta que una anciana muy amable pidió mi colaboración desinteresada para subir una maleta azul tamaño armario empotrado a la parte superior de su asiento, al otro lado del pasillo. Intenté convencerla de que era mejor dejar su equipaje en el maletero de entrada del vagón, porque era más cómodo para ella y en definitiva para mí. Con una sonrisa falsa me dijo que no, que siempre la había puesto ahí arriba, que su marido, que en paz descanse, añadió, así lo hacía. Pues que su marido resucite y coloque su jodida maleta. Ese fue mi pensamiento segundos antes de cogerla y, aguantando la respiración, colocarla. Me dio las gracias y se sentó a leer la revista Semana. Yo me sujeté la hernia inguinal, me cagué un par de veces en la anciana y me puse a leer Pálido fuego de Nabokob.
En la séptima página me dormí. No es que fuera aburrido, es que me venció el sueño gracias al traqueteo soporífero y al calor de la calefacción.
Soñé que Marisa incendiaba la iglesia y que después se reía en mitad de la calle a carcajada limpia. Levantaba un cartel hecho a mano, que me sorprendió porque siempre había pensado que el demonio tenía más presupuesto, donde decía que el tiempo se acababa. La calle estaba vacía en un primer momento hasta que ella se desnudaba, en sueños perdía un montón porque tenía una lorza horrible, y entonces empezaba a salir gente de una especie de puerta de ultratumba que giraba como las de un hotel y supuraba un humo discotequero. El primero en salir fue Federico García Lorca, o eso me pareció. Llevaba un traje blanco y se peinaba hacia atrás. Luego salió un señor que decía que él ponía siempre las maletas en la parte superior del vagón. Unos segundos después y por orden de aparición salieron: Una señora pequeña, enjuta, que decía llamarse Teresa a secas, un tío imitando al Che Guevara y el Che Guevara detrás de él descojonado de la risa y fumando un puro, Karl Marx y Groucho Marx, Juana la Loca agarrada del brazo de Cantinflas, Harol Lloyd y Baster Kiton disfrazados del gordo y el flaco, Vicente Alexandre con una estatuilla en una mano y en la otra cogiendo la mano de Óscar Wilde, Un enano torero, dos encofradores, Javier Marías diciéndole algo al oído a Arturo Pérez Reverte, un minero con la linterna encendida, Manuel Azaña, J. Figerald Kennedy, Martin Luter King, Ivand Lendel y Rafael Farina comentando asuntos menores, tres ferrallas, dos ancianas republicanas ondeando sus banderas, catorce prostitutas bellísimas, un indio siux, otro azteca, un judío abrazado a un palestino, dos ruandeses de distinto tamaño, Baudelaire pasándole una botella de absenta a Heminwey, Leonardo da Vinci en bicicleta y tras él, esprintando, Akenatón y más atrás, a dos ruedas, Galileo, un pintor de brocha gorda, Gandhi, que parecía mucho más atlético, seiscientos parados de distintas profesiones bailando al son de la guitarra de Elvis y por último con un andar pegajoso y cansino Superman.
Marisa seguía gritando soflamas contra todo y los demás se sumaron a la manifestación. Uno de los ferrallas no dejaba de mirarle los pezones, que estaban duros como piedras. Libertad, muerte a las religiones, gritaba. Los manifestantes secundaban la proclama. La iglesia dejó de arder. No había sufrido ningún daño. De entre el público salió David Coperfield saludando y se llevó, en agradecimiento, un sonoro y cerrado aplauso de los presentes. Desde dentro de la iglesia una voz le dijo a Marisa que se vistiera y ésta contestó irguiendo su dedo corazón de la mano derecha, después el minero, o Heminwey, en un perfecto castellano dijo que no se vestía porque no le salía del coño. A esto le siguió una estruendosa ovación y en medio de tanto júbilo el indio azteca, sin querer, le clavó el culo de una flecha a Rafael Farina en un ojo. Teresa a secas se lo curó sin despeinarse. Una figura humana o algo parecido salió de la puerta de la iglesia y anduvo un par de metros. Iba vestido de blanco y llevaba unos zapatos rojos monísimos de Prada. Infieles, dijo, Dios os está mirando desde un lugar más alto que el cielo y juzgará lo que estáis haciendo. No puedo asegurar, porque era un sueño, quién de los manifestantes gritó: ¡Vete a cagar a la vía, payaso! Posiblemente uno de los seiscientos parados o una de las catorce bellísimas prostitutas. Otro Fuck you retumbó muy fuerte seguido de un jódete.
- Venís de parte de Satanás y yo os digo que nunca el ángel caído será más grande que el Señor.- Entonces unos cuantos generales, entre ellos algunos dictadores reconocibles de varios países, salieron con mangueras y rociaron de agua bendita a los manifestantes. Éstos, angustiados porque hacía mucho calor, se pusieron a bailar sin contemplaciones, a corear It´s fun to stay at the y.m.c.a de los Village People, incluso el ferralla, muy animado, quiso tocarle una teta a Marisa y el ruandés más alto, en un alarde de exquisita educación, le dijo que si volvía a intentarlo le amputaría la mano, el ferralla pidió disculpas y le dijo en inglés no problem. Viendo que el agua bendita no les hacía nada, más bien sofocar el calor que estaban pasando, los generales se adelantaron colocando un cañón en la escalera. Era el cañón tigre, famoso por arrancarle el brazo al almirante Horatio Nelson.. Los manifestantes seguían a lo suyo tarareando en inglés : y.m.c.a hasta que Marisa se dio cuenta y puso su piel desnuda en la boca del cañón. El lugar se quedó en silencio. Uno de los generales se dirigió a la muchedumbre con un megáfono: Dispérsense o dispararemos. Por el acento nasal, como de nodo, parecía español o latinoamericano. Si se marchan ahora todo quedará en agua de borrascas. El minero se adelantó y dijo: En agua de borrajas, inculto. Entonces el general disparó. Como era un sueño, imagino, el cañón no tenía mecha ni oído sino un gatillo curvo del tamaño de la manija de una nevera. No se movió nadie. Un ruido ensordecedor lo cubrió todo de humo. Cuando éste se retiró los manifestantes seguían de pie y atónitos al observar cómo la carga había explotado en dirección contraria. El cañón se había desplazado hacia atrás tres o cuatro metros y el general yacía debajo de él. Los otros militares estaban despanzurrados, unos sobre los otros. Había tal confusión de cuerpos que se entremezclaba una pierna chilena con un tronco africano, un pie argentino con un cuello cubano, un bigote alemán en una calva italiana y así hasta el infinito de la carne. Ahora sí ardía la iglesia, se había convertido en un auténtico infierno. Marisa se giró y me pareció bellísima. Era un demonio hermoso despertándome en Peñaranda de Bracamonte.
Abrí los ojos y vi el cartel de la estación. Como si el nombre del pueblo fuera un potente anestésico volví a quedarme dormido.

5 comentarios:

Marisa dijo...

Qué bueno, comenzar el día echando unas risas, ¿cómo se llama? ¿Tiene ya nombre el personaje?
Un fuerte abrazo

Óscar Santos Payán dijo...

Gracias, Marisa, un abrazo

Óscar Santos Payán dijo...

Todavía no tiene un nombre, es innombrable

HUK dijo...

He llegado aquí por casualidad y quería decirte que me gusta mucho tu estilo. Gran trabajo.

Un saludo!

Óscar Santos Payán dijo...

Gracias Huk, un abrazo